La amenaza

Creo que no hay mayor falla que la que puede cometer el propio hombre. Como muestra les presento que, en lugar de subirles un cuento sobre las fallas tenológicas les publico un cuento que no tiene nada que ver con el tema que nos habíamos impuesto.

Les pido una sincera disculpa y los dejos con:

La amenaza. Por Israel Velázquez

La amenaza que le hizo su padre, lo tenía inquieto y asustado. Solo, veía su cuerpo en la cama, veía los muebles, la puerta cerrada, su miedo innegable y la ausencia con la que había de cohabitar.

Su progenitor murió. Su madre los había abandonado hacía muchos años. Era hijo único y su padre se alegraba de eso. “Gracias a Dios no tuvimos más hijos la esa pinche vieja que llamabas mamá y yo, contigo ha sido suficiente”, le repetía casi a diario entre el trago que lo mantenía sobrio y el que lo perdía de embriaguez. La noche que lo encontró muerto rememoró su “Gracias a…” y comenzó a mirarlo con odio, pero recordó la amenaza que le había hecho cuando le insinuó sobre su próxima muerte, mejor se retiró para observarlo de otro modo y perderle el asco ante la figura que le dejó: parecía que los ojos atormentados habían tratado de escapar; la lengua quedó afuera partida por la mitad entre la sangre que surgió cuando seguramente la mordía; la sangre seca se veía mezclada sobre el rostro con una baba amarilla verdosa que circundaba los labios, el mentón y el cuello; los músculos apelmazados en la cara le cambiaron la expresión a un rostro desesperado, cuando usualmente expresaba sufrimiento. Trató de bajar los mortecinos parpados para cubrir los ojos y fue inútil, tan inútil como pensar que su padre olvidaría la amenaza.

Todo el proceso que se hace cuando se tiene un muerto, fue un peso para él. Cuando lo veía entrar a la fosa común, cuando la tierra comenzó a cubrir lo extinto, le vinieron los recuerdos, del primero a su amenaza, la cual le aterraba. La fría promesa de su padre le rodeaba los pensamientos, aislándolos de la cordura.

Así que en la habitación, donde terminaba el día padre muerto-entierro, observaba, esperaba un movimiento. Pasaron horas y el sueño se fue llenando en su cabeza, se fue perdiendo, oscilando aquí y quién sabe dónde uno termine cuando sueña; pero hasta allá se fue. Al poco, la amenaza se cumplió, sintió al muerto, encima, deteniendo su cuerpo, negándole el movimiento. Allí estaba su padre, sobre él, feroz, cumpliendo, imprimiendo fuerza sobre su hijo.

Recordó el día en que se fue su madre. Hubo un pelea y en la sala se escuchaba: “que se va a quemar la cocina”, “que se va a morir la abuela”, “que no se encariñen con el perro”, “¿Qué vamos a hacer el día que Juan nos diga: que mañana te me mueres? Yo no puedo seguir aguantando esto, viendo cómo nuestro hijo es un ave de mal agüero”; después, el silencio; luego, la réplica: “pero es nuestro hijo”; lo último, el portazo y el grito: “pues ya nada más es tuyo”. Y así Juan nunca volvió a ver a su madre.

No se podía mover, aunque trataba; tampoco podía abrir los ojos, aunque lo intentaba. Forcejeó por un tiempo, lloraba y no sentía las lágrimas mojando lo mojado de su sudado rostro. El último recurso fue maldecir, como los ingratos, como pordiosero; así cedió, poco a poco, y luego de inmediato. Con los ojos secándose de no querer cerrarlos, buscó en todo el cuarto y nada. Esa noche no durmió, y no sabía si podría en las siguientes.

“Papá, ten cuidado con cuánto bebes”, le sugirió, y le respondió la mirada de: eso tiene que ver con lo de siempre, y siguió la voz que acompañaba la mirada: “Ya me tienes hasta la madre, ¿Qué hice para que me respondieran con esto? No lo aguanto más, ¿Y ahora qué? ¿Me voy a morir? ¿Es eso? ¿Sí? ¿Eso? Ya deja eso de las visiones en paz. Juan, no me importa si primero vez una imagen en los sueños, que si después de eso te sales de tu cuerpo y tienes la revelación de lo que va a suceder por completo. No me importa Juan; no quiero saber más de tus revelaciones. Déjame vivir en paz. Por eso se fue tu madre. No quiso esperarse al pinche meteoro ese que tu llamas Ajenjo. Deja de ser ave de mal agüero.”

Así le llegó el día. Así esperó la noche. Con el miedo cerrando su garganta, sin dejarle pasar saliva; haciendo corta, muy corta, fina y delgada la respiración, llenando los pulmones lo suficiente para seguir pensando en el pavor que tenía; viviendo el círculo de miedo genera miedo, interminable. Cuando su sueño se vistió de noche, estaba en la sala; sin querer darse cuenta se durmió, y su sueño se vistió con la sombra de su padre restregado contra su carne, tan fuerte como le era posible, con odio, deseando estar así eternamente; hasta que le llegaron las injurias, los desprecios, las palabras con resentimiento. Lo dejó libre, helado, esperándolo en el entresueño.

“Pero te he dicho que no lo pido; de repente tengo sueños, días después mi alma se sale de mi cuerpo, allí es cuando veo todo por completo. Sabes que no es mi culpa. Les llaman viajes astrales.” Respondía Juan lo de costumbre, y así, un resoplido, luego otro y otro hasta el estallido de su padre: “Serán mis güevos Juan, pero deja te digo una cosa, si me llego a morir de borracho, si yo me llego a morir de borracho, te prometo que tan pronto como te entre el sueño, me subiré a ti, te oprimiré el cuerpo, me tendrás en ti trepado, y no dormirás en tu vida, y no dormirás en tu vida jamás, Juan, jamás.”

Pasaron algunos días. Y lo mismo, su padre encima. En todo intento lo perseguía. Juan tratando de dormir de día con su padre a la carga. El intento en las escaleras y la venganza que lo despertaba al instante. En el baño. Recargado en la pared. Luego perdió la cuenta de las veces que lo había intentado. Ya inventaba las maldiciones para repelerlo: “pinchurrito politiquerón”, “cabramiásico exorlitio”, hasta que halló la que dolía, la que lo zafaba con rapidez de su delirio: “copasoloempinalargo”; y así comenzó la batalla. Juan tirado en la banqueta, afuera de su casa, con el sueño pidiendo permiso para pasar; le dio permiso, platicaron hasta que los interrumpió su padre; luego, “copasoloempinalargo”, y lo soltaba, la sonrisa en el dormido y la nueva cargada del muertito; lo apretaba enloquecido, de vuelta la palabrota, el descanso, el no aguantar, el peso, el déjame. Así, hasta que el vivo se vencía, normal.

El día que le dijo, el día que lo amenazó, le vio la cara, purito susto. A la vinatería que le empujaba algo. Tres, cinco o siete charandas, nunca supo, no importaba. Por educación primero era en vaso, lo levantaba y sonreía, “a tu salud, Juanito”, otro y el que le seguía, tenía prisa; ya en confianza directo de la botella, “a tu salud, Juanito, aunque parezca que a la mía”. Sintió vencerse, que la charanda traía sueño y quería suelo, pero para eso se requería disciplina, se obligó a terminar su medicina, y, ahora sí, que viniera lo que viniera. Se durmió y fue despertado por su lengua ensangrentada que no quería ser tragada; pero recordó que eso se trataba de disciplina y murió desesperado.

Fue desde su banqueta hasta el parque, vacilando en cada cosa con aspecto blando, tanteando entre sus dedos la oscura noche. En la banca de frente a la iglesia tomó descanso de buscar descanso, con su padre que esperaba tregua, que no daría. Juan echó la cabeza hacia atrás, estiró los brazos y se venció. Pensó que no había otra salida, permitiría que su padre llegara hasta sus huesos y absorbiera cada visión de su memoria. Se venció, dejó que el sueño pegado a sus párpados se pegara también a los ojos. No pensaba en dejar el mundo onírico, fuera de la realidad; aunque sentía el cobijo aplastante estrujando su carne. Luego vio una inmensa luz. Dejó de soportar, sonrió y comenzó a caminar hacia la iglesia. Pasó una mujer de esas locas, vociferando: “que se va a morir la abuela”, “que si me voy a volver loca”, “que el ajenjo hace daño, que emborracha y enloquece”. Juan pasó sin verla; su padre lo siguió, observando a la mujer, ella también lo veía. El hijo se detuvo, experimentando como su alma abandonaba su cuerpo su cuerpo. Y tuvo una visión, la más clara de todas: una luz que se aproximaba a la Tierra, resplandeciente; luego azul, una piedra gigantesca encendida en dirección hacia una iglesia, y él, él esperando viejo y cansado, con los ojos cuarteados, descarapelándose, dormitando. Tenía su visión clara, mientras su padre trataba de entrar a su cuerpo, tan afanoso en cumplir su palabra, enajenado por llegar y hacer suyas esas carnes; a lo lejos una voz se lamentaba: “el ajenjo hace daño, mata”.

Volvió a sí. Comprendió y se dio cuenta de que su alma:
“En una noche oscura…
Oscura y segura”…
…“salió sin ser notada”…
Y sabía como tratarían a su cuerpo; que llegaría así hasta viejo.

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Israel V.R.

Autor: Israel V.R.

No judío, no abstemio, no delgado, no depresivo, no limpio, no actor porno, no paciente, pero sobre todo no negativo (razón por la cual me molesta de sobre manera que me digan a algo que no). Soy un neurótico muy feliz.

4 opiniones en “La amenaza”

  1. Yo solo sé que se siente bien feito que se te suba el pinche muerto, por lo menos este Juanito sabía quien era el susodicho, no que uno sin deberla ni temerla, ahí se amanece con el bulto encima y sin saber porque.

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