Nunca me gustó escuchar el sonido de mi propia voz, pero ante la imposibilidad de contar esto a «alguien» mas y la negativa de asistir a un psiquiatra como tantas veces lo sugirió mi madre, es que veo como única válvula de escape a este asqueroso estrés y tensión acumulada a lo largo de un año, desahogarme con una estúpida grabadora, testigo mudo de mis experiencias tantos meses calladas, así que bueno, no es mi deseo alargar esta experiencia mas de lo estrictamente necesario, así que comencemos de una buena vez.
—¿Ya estará encendida?
—Carajo, ¿a quien le pregunto?, si tan solo estoy sola yo aquí, no espero que el silencio me conteste, ¿o sí?
Al parecer la luz roja parpadeante indica que estoy en lo correcto, escuchó un leve ronroneo como inmediata respuesta al haber presionado el botón con las letras «rec»; probando, uno, dos, tres.
—¿Pero qué chingados hago?, ¡esto no es un micrófono!, además, el silencio no me escucha.
Déjate de estupideces -me digo a mí misma- hay que terminar esto cuanto antes.
—Hola, mi nombre es Sara… sin apellidos, creo que así es mejor, mas… impersonal, recuerdo muy bien el día que todo esto comenzó, o al menos, el día que se hizo del conocimiento público, fue un jueves veintitrés de abril, cerca de la medianoche, ese mismo día por la mañana fuimos a almorzar al Sanborns que se encuentra en avenida Juárez a un costado de la alameda central, celebrábamos tu cumpleaños número veintiséis, nos encontrábamos felices, por lo que nunca nos pasó por la mente que fuera el último aniversario que celebráramos.
Al terminar, nos despedimos con un tibio y delicado beso en la boca, sería una de las últimas ocasiones en que sintiera tu suave y tersa piel, antes de que las autoridades sanitarias impidieran todo contacto físico, antes de que tú partieras y me abandonaras; acordamos vernos esa misma noche, pasaste a mi casa alrededor de las veintidós horas, bueno… no precisamente a mi casa, pues mis papás nunca aprobaron nuestra relación, así que nos vimos en el parque que está a dos cuadras de donde vivo, donde solía vivir.
Tenías ganas de tomar cerveza y yo estaba decidida a ceder a todas tus peticiones y caprichos, al fin y al cabo ese era «tú día»; fuimos al pub irlandés que por aquél entonces frecuentábamos, bebimos, cantamos, reímos y dormimos, hasta que a la mañana siguiente, amanecimos con la noticia que desde la noche anterior estaba prohibida la asistencia a todo centro de reunión como medida preventiva, en respuesta a un aparente brote de virus cuyo origen era desconocido para las autoridades, pero que había causado la muerte de al menos una docena de personas tan solo en esta ciudad.
En un principio, dada la ignorancia en el tema y nuestro escepticismo, además, debido al gran número de notas amarillistas que circulaban por toda la internert (ya no digamos en los medios de comunicación impresos y en la tv), tomamos toda la información recibida muy a la ligera, no hicimos caso a las «recomendaciones» hechas por el gobierno para no salir de casa y evitar aglomeraciones, pues aun cuando no se conocía a ciencia cierta la forma de transmisión de este nuevo virus, desde un principio se temió que el contagio fuera de persona a persona, por lo que a toda costa se evitó -en la medida de lo posible- la convivencia diaria, aun entre propios familiares.
No tuvimos conciencia real de la magnitud del problema, hasta que era común la plática en la calle, acerca de las personas que habían perdido en la vida, el gobierno manejaba la situación con un sigilo extremo, que asustaba y hacía desconfiar a todos, pues nunca se dieron a conocer los verdaderos motivos o causas de las doce muertes anunciadas y cuyo número habría de acrecentar de ahí en adelante; por las noticias sabíamos que en un principio parecía una fiebre común y corriente -no mayor a los cuarenta grados-, por lo que tratándola con el medicamento indicado, debería ceder después de un par de días, pero no fue así; enseguida y por experiencia propia, me enteré que la siguiente fase de la enfermedad era un ataque al sistema nervioso del afectado, acompañado de convulsiones y continuos vómitos, que no cesaban, hasta después de tres o cuatro días, cuando el estómago del desgraciado en turno estaba vacío por completo.
Nunca tuve la oportunidad de ver el cuerpo de alguna de las personas contagiadas, pues las calles se vaciaron, la información era escasa y las versiones sobre los llamados «efectos secundarios» del virus que lentamente se esparcía por toda la ciudad eran muchas y muy variadas, nunca pude ver un cuerpo contagiado… hasta que caíste en cama el décimo tercer día de la contingencia sanitaria, para no levantarte jamás.
Ese día hablamos por teléfono y te sugerí escaparme a hurtadillas de mis padres para poder vernos y tomar una taza con café, bien sabías que esa bebida es mi delirio y por ello accediste sin vacilar, no sin antes recordarme que ya para esas fechas ningún restaurante, cantina o cafetería se encontraba abierto, de inmediato te contradije, pues para todo lo que se prohíbe, siempre existe la manera de burlar a la autoridad y este caso no sería la excepción, a mis oídos llegó el rumor de que se encontraban esparcidos por la ciudad bares y cafés clandestinos, que saciaban las debilidades de quienes como yo, no podían resistir el placer de la bebida (cualesquiera que esta fuera), música suave y por supuesto, una buena compañía.
Nos dirigimos a ese café por el que tantas veces pasamos y al cual nunca tuvimos la oportunidad de entrar -hasta ese día-, ubicado tan solo a unas cuadras de tu departamento, en la entrada principal se encontraba un aviso que rezaba: «cerrado por contingencia sanitaria hasta nuevo aviso», sin embargo, tenía la famosa puerta trasera por la cual se podía acceder con la debida precaución para no ser sorprendidos; entramos y de inmediato escuchamos la música, un delicioso blues chillaba hasta nuestros oídos como un lamento o vaticinio de los acontecimientos que sucederían en días siguientes, pedí un capuchino bien cargado, tú pediste un tarro de cerveza de barril oscura, siempre tú, no podía ser de otra manera, «tienes panza chelera», te dije en esa ocasión, «¿acaso no te gusto así?», replicaste de inmediato, «por supuesto que sí» contesté, «no hay manera de que me dejes de gustar, bien sabes que te amo», una pausa, «y yo a tí».
Abandonamos el lugar pasadas las diez de la noche, yo me encontraba sedada por tanto café y ebria de tanto blues, a ti al parecer no te había hecho efecto el alcohol que habías ingerido pues tus pasos eran firmes y caminabas con completa seguridad, fue algo que siempre te envidié, entramos a tu departamento y pareciera que era lo que estabas esperando para desfallecer, te desmayaste entre mis brazos sin motivo aparente, como pude te arrastré hasta tu habitación y mi primer impulso fue acostarte y cubrirte con una frazada, fue cuando me percaté que ardías en fiebre y enseguida vinieron a mi mente todas las noticias acumuladas durante esos trece días de contingencia.
—¡Esto no te puede estar pasando a ti maldita sea!
Exclamé en voz alta como si alguien fuese a escucharme, no compartías con nadie el departamento, tus padres vivían fuera de la ciudad y mensualmente te enviaban lo necesario para tu manutención, no tenía nadie a quien acudir, intenté varias veces comunicarme con una amigo nuestro que trabaja como médico residente en un hospital al sur de la ciudad, obviamente estaban hasta la madre de trabajo, por lo que localizarlo fue una faena casi inalcanzable, pero después de media hora de intentos, contestó su móvil.
—¿Sara eres tú?
Se escuchó su voz a través del auricular, «sí», respondí.
—Oye, tengo un problema.
—¿Estas bien, que te sucede?
—Sí, sí, no te preocupes, el problema no soy yo, es mi…
—Es una amistad.
—Sabes bien que yo no soy quien para juzgarte, menos aun en la época que nos toca vivir, con una ciudad en decadencia y muertes por doquier.
—Acaba de perder el conocimiento, al parecer tiene fiebre muy alta, ¿qué puedo hacer?
—Quisiera poder ayudarte Sara, pero desgraciadamente hasta el momento no hemos encontrado aun la manera de revertir esta enfermedad; bien sabes que te estimo mucho y por eso te lo digo, te recomiendo que abandones el lugar en que te encuentras y no salgas de tu casa, aun no sabemos la forma de transmisión de esta enfermedad, solo sabemos lo que hace y es bastante desagradable, por eso no se ha hecho del conocimiento público.
—¡No puedo irme, como me pides eso!, ¿qué acaso tu no has amado?
—Sí.
Hubo un silencio incómodo y enseguida me dijo:
—Entonces, lo único que puedes hacer es permanecer a su lado, hasta el final, es poco probable que en los días siguientes encontremos una cura, por lo que quienes ahora estén infectados, con toda seguridad perecerán.
«Gracias», fue lo único que pude decir y colgué el teléfono. Para entonces ya habías recuperado el conocimiento, pero aun seguías con fiebre, como pude te ayudé a reincorporarte, te quité toda la ropa y te metí en la bañera, la cual llené hasta el tope con agua y los pocos hielos que tenías en el refrigerador; cesó un poco la temperatura y pudiste conciliar el sueño.
En la madrugada me despertaron tus gritos, corrí hasta tu recámara, me percaté que empezaste a convulsionar y a vomitar una desagradable sustancia amarillenta, estuviste así por alrededor de cinco ó seis minutos, solamente para desmayarte de nuevo.
No pude conciliar el sueño y a la mañana siguiente que despertaste tenías un terrible semblante, intenté darte de comer pero todo alimento que llegaba a tu estómago, enseguida tu cuerpo lo rechazaba, dejaste de comer y tu hermoso cuerpo que me hipnotizaba con su desnudez, languideció hasta hacerte irreconocible.
Al décimo noveno día de la contingencia sanitaria, sexto de tu enfermedad, cedieron los vómitos, tu cuerpo era una piltrafa, tenías los labios resecos y apenas podías articular algunas palabras con suma dificultad, tu piel se tornó verdosa, se resecó y, literalmente empezó a agrietarse; padeciste una incontrolable comezón que después de un par de días ocasionó que tu piel sangrara y mas tarde, posiblemente a causa de una infección, comenzara a supurar y mas tarde a sangrar, fue cuando perdiste la razón, veía como tu piel se desprendía a pedazos de tu cuerpo, primero en trozos muy pequeños, después mas y más grandes.
Yo permanecí estoica, pero tú no resististe más, ese fue tu límite, con una señal de tu mano derecha me pediste que me acercara, tuve que poner el oído cerca de tu boca pues apenas podías hablar, antes de pronunciar alguna palabra, señalaste el cajón del buró que se encontraba a la derecha de tu cama, lo abrí y dentro se encontraba una pistola, nunca había visto una tan de cerca, pero no me sorprendió, «tómala», dijiste, «termina con mi sufrimiento por favor, no resisto más», vacilé unos momentos, esas palabras me tomaron por sorpresa, pero te entendí perfectamente, comprendí que no te merecías el suplicio que estabas viviendo, sin embargo, simplemente permanecí sentada en una silla a tu lado, analizando tu petición.
Estuve sentada sin moverme durante una larga hora, con toda seguridad, la hora más larga de mi vida, bajé la mirada y observé con detenimiento el arma que tenía entre las manos, escuchaba tu entrecortada respiración y levanté la cabeza, observé tu mirada suplicante y fue entonces cuando tomé la que con toda seguridad, ha sido la decisión mas difícil de mi vida, me acerqué a ti, puse el revólver frente a tu cara, lo tomaste con ambas manos y colocaste el cañón sobre tu frente.
—Hazlo.
Dudé por unos instantes y entonces dijiste:
—Te amo Sara.
—Te amo Camila.
Un fuerte sonido me estremeció por completo y al accionar el arma ocasionó que mi cuerpo fuera empujado hacia atrás, provocando que cayera al suelo, me reincorporé con dificultad solo para comprobar que Camila había muerto ya, salí de la habitación y con ello mi mente se puso en blanco, creí haberlo superado, pero no fue así, tuve siempre la imperiosa necesidad de contarlo a alguien más, pues estos recuerdos me estaban asfixiando, por eso, hice de mi confidente a una maldita grabadora, hoy veintitrés de abril, un año después, es mi manera de festejar el que sería tu cumpleaños número veintisiete, es mi forma de redimirme contigo y de decirte lo siento, solo entonces, pude disculparme a mí misma y por fin lloré tu muerte.
Sweet, el virus está cabrón, jajajaja, chingón. Muy buen relato
oh pandemias.. y apocalipsis hoy tiré de mi cama al cojin que tiene forma de puerquito con alas… eso ya es demasiada ezquizofrenia .. no crees?
cuervo: me haces ronronear!!!!