Camino. Llevo un rato caminando, al menos así me lo parece a mí, un largo rato. El camino es sinuoso, gira ora a la derecha, ora a la izquierda. Ya no me pregunto a dónde voy, hace rato dejé de preguntármelo. Algo me atrae y me impulsa a continuar el camino, es un olor, dulce, suave como a flores; veo también luces reflejadas en un humo denso, todo está allá, muy, muy lejos. Por eso camino.
Es de noche, no hay estrellas, no hay luna, no hay nubes. Sólo hay obscuridad alrededor, y, sin embargo, el verde de los cerros, las cañadas o los valles brilla, es hermoso, todo tapizado con flores amarillas, cada que veo esas flores se me olvida preguntarme una vez más a dónde voy. Hace frío, es una brisa fresca que sopla y corretea entre las flores, ondula los altos setos, mueve las hojitas de los árboles. Lo puedo ver, todo el paisaje ante mis ojos pero la mismo tiempo percibo que las hojas se mueven. No entiendo bien cómo puede ser esto.
Al fin, el camino, ese que sólo yo veo, se ha terminado abruptamente. Ante mis pies -hasta ahora he notado que están descalzos- hay un río. No es demasiado ancho ni demasiado angosto, no creo que sea profundo pero no se ve lo suficientemente bajo para poder vadearlo. No sé qué hacer, mis pies ya no dan más pasos, no se atreven a sumergirse en el río. Sin prisa, sin miedo, me atrevo a decir que sin sentimiento alguno, miro la otra orilla y un punto algo más allá.
-¿Piensas cruzarlo?- la voz ha surgido de repente, creo que lleva un rato hablando, pero hasta ahora tomé conciencia de ella. Volteo al rededor, no hay nadie.- No podrás cruzarlo así.- Vuelve a hablar la voz. Los pies están bien clavados en el suelo, me parece que mi cuerpo sabe perfectamente que hacer, aunque la mente está dudosa y rebelde. Esa voz… esa voz es sosegante, si, me tranquiliza aunque tenga un dejo de un eco que podría hacerte pensar en una voz tétrica.- Bueno, ¿lo tienes?
Miro a mis pies, ante ellos hay un perro. Es uno de esos perros callejeros, escualidos, que parecen pequeños dado lo encogida que tienen la piel. El largo hocico está abierto y de ahí cuelga una lengua larga, la nariz negra, la piel café común y corriente, pero los ojos, esos ojos negros, de un negro que parecen transportarme a una profundidad insondable, esos ojos son especiales. Esos son los ojos de la muerte.
Ahora que lo sé, ahora que lo entiendo, me sorprendo un poco, los pies me han llevado hasta allí, hasta la muerte-perro para que me lleven al otro lado del río. ¿Qué hay detrás del río? La tierra eterna. No sé más de ella, dicen que es un paraíso, dicen que es una llanura interminable donde nunca pasas hambre ni frío, donde no tienes recuerdos ni sentimientos, no tienes nada pero no necesitas nada. El perro-muerte me sigue viendo. Le sonrío sabiendo que no servirá para nada, que la muerte no entiende de sentimientos o gestos, aunque quizá me equivoco porque me parece ver que el perro sonríe sarcásticamente. Miro mis manos, están vacías. Abro la boca para hablar pero no puedo decir nada. Creo que no, fuera de un largo vestido blanco que huele a humedad, no tengo nada más conmigo.
-Vuelve otro día, cuando lo tengas.- me dice el perro-muerte. Luego se levanta y camina sobre el agua del río hacia la otra tierra. Triste, me doy la vuelta. No ha habido camino de regreso, de improviso estoy de nuevo en el inicio. Ahora, todos esos recuerdos se agolpan en mi mente, la cabeza me duele, no quiero recordar pero no tengo más que hacer. Debo obtener el perdón de mil almas, entonces, obtendré la entrada y el perro muerte me llevará caminando sobre el agua del río que me hará olvidar y descansar por fin.
¿En verdad quieren saberlo? ¿quieren saber por qué me han imputado la pena del perdón de mil almas? Pero si ya lo saben, mi historia ha dado la vuelta al mundo, soy una leyenda. La mujer que en su vestido blanco camino por las calles de la gran ciudad llorando, llorando por mi hijos. Pero en una cosa se equivocan. Yo no maté a mi hijos, yo maté a mi esposo. Sí, esa noche, harta de sus recriminaciones, de su patetismo al pensar que me había casado con él por su dinero, de sus celos y la reclusión a causa de ellos yo lo maté. Yo… yo me harté. Y lo maté. Sí, lo maté. Fue fácil. Esa noche tomé el farol del vigilante y le prendí fuego a la cama. El plan era que muriera asfixiado, que por fin perdiera ese aliento con el que tanto sollozaba mi belleza y su fealdad. Los niños… los niños no eran míos. Ese hombre jamás me había tocado, le daba miedo mi belleza. Los niños que encontraron en la casa eran de la sirvienta, no debían estar ahí, pero estuvieron, un niño y una niña. Los dos murieron asfixiados y yo, yo debo pagar por ello.
El cura del pueblo me llamó asesina, me acusó de bruja, mi belleza era prueba de ello, y cuando me negué a acostarme con él para obtener el perdón de la iglesia, entonces me condenó a la prueba de las brujas. Morí a eso de media noche, poco antes de los primeros días de noviembre entre dolores y un miedo terrible, envuelta en un saco rugoso y mohoso, amarrada con cadenas a una bala de cañón. No había salvación. Si lograba zafarme y salir a la superficie del río entonces era bruja y moriría al día siguiente en la hoguera, si no lo lograba, debía morir ahogada. Me dejé llevar al fondo del río, primero luché, creo que por instinto, pero luego me dejé llevar y cuando el agua me llenó los pulmones por fin tuve paz.
Pero luego desperté, empapada, en la orilla del río. Traía mi vestido blanco con el que me habían aventado al agua. No había nadie alrededor pero no importaba, porque me di cuenta poco tiempo después que nadie podía verme, sólo oírme. Asistí a mi propio funeral, fue curioso; en el escuché al padre decir que para obtener el perdón debía conseguir que mil almas se apiadaran de mí. No es cosa fácil, nadie conoce mi historia, y los que me escuchan se asustan antes de pensar que mi llanto es un lamento que les suplica piedad. Lloro por mí, por esos niños que, como si hubieran sido mis hijos, pesan en mi alma como una condena eterna que me tiene atada a este mundo.
Cuando el perro-muerte me lleve, sí, cuando lo haga, cuando cruce por fin el río, entonces podré descansar en paz.
Esta historia se basa en dos leyendas: una versión de la llorona que circulaba allá por el siglo XVI en la ciudad de México y, la leyenda de los perros-muerte de Mixquic, México que actualmente todavían cuentan las abuelas a las niñas del pueblo.