Mil veces mis padres discutieron que era lo mejor para mi, si bautizarme como hijo de Dios o simplemente dejarse de ideas locas y gastos innecesarios, y ahí fue donde dieron en el clavo y se pusieron de acuerdo, ¿para qué gastar? mis padres se convencieron de que si todos somos hijos de Dios, no era necesario gastar en una fiesta para toda la familia y mucho menos en un pequeño trajecito que sólo utilizaría una sola vez y de colmo me haría ver como una niñita, ¿o es muy varonil acaso el usar vestido, gorro y zapatos de charol?, el punto es, para que gastar en un trámite tan… tan… ustedes entienden de qué hablo.
No había pasado mucho tiempo desde que nací cuando el descuido de mis padres me mató, a lo mucho 6 o 7 años, ya no lo recuerdo; tal vez era lo mejor que podría haber sucedido, las cosas pasan por algo, al menos todos dicen eso cuando una muerte inesperada se presenta, así que supongo debe ser verdad, aunque pensándolo bien, ¿no fueron mis padres los que dijeron que no necesitaban ceremonias para convertirme en un hijo de Dios?
Pero quién soy yo para reclamar el no estar en la lista especial de entrada al cielo si no se pagó la cuota requerida para mi ingreso, mi cachito de cielo no fue reservado aquí en la tierra para disfrutarse en la eternidad junto con mi familia.
Y aquí estoy en medio de la nada, no estoy solo, en realidad somos tantos que sería irreal querer llevar un conteo, pero sin duda hay suficiente espacio para todos; este lugar es muy cómodo, es como estar de vuelta en el útero materno, se siente una calidez que envuelve, la gravedad no nos afecta, no es necesario abrir los ojos para sentir esta luz.
Aquí no hay preocupación, no hay culpa, el tiempo y la espera eterna no nos importa, aquí todos somos santos.
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