Tres peregrinos partieron de la ciudad en busca del espíritu de la montaña, de quien se decía era capaz de obrar prodigios. Es poco lo que se sabe de su viaje, salvo que fue largo y penoso, y que recorrieron senderos traicioneros y olvidados, por donde ningún hombre había caminado desde hacía muchos siglos.
Finalmente llegaron a la cima de la montaña, de la que también es poco lo que se sabe, pero se dice que está envuelta en místicas brumas, donde el aliento de la magia puede ser escuchado como un susurro en el viento.
El espíritu de la montaña se hizo presente como un resplandor, y los peregrinos sintieron su mirada aunque no tenía rostro, y escucharon su voz retumbar como un poderoso vendaval a pesar de que hablaba sin palabras. Como recompensa por su travesía, el espíritu concedería un deseo a cada uno.
El primero de los peregrinos, movido por el ímpetu y la ambición de la juventud, fue el primero en hablar: – Deseo, oh gran espíritu, que me concedas riqueza suficiente para mí, mis hijos, y los hijos de mis hijos, de tal forma que jamás conozcan privación alguna.
Y el espíritu concedió su deseo, colmándolo de oro, joyas y piedras preciosas, tan abundantes que el peregrino quedó sepultado por los tesoros.
Habló el segundo peregrino, el más anciano, diciendo: – Oh, gran espíritu, muchas tristezas y pesares he sufrido y visto sufrir a lo largo de mis años. Sufre el pobre tanto como el rico, sufre el sultán en su trono como el paria en su callejón, el enfermo del cuerpo como el enfermo del alma. Deseo, por tanto, que concedas el don de la alegría sin límites a todos mis semejantes.
Y el espíritu concedió su deseo. El corazón de los dos peregrinos se llenó de júbilo, y toda tristeza y sufrimiento quedó borrada de sus memorias.
El tercer peregrino, ni demasiado joven ni demasiado viejo se quedó pensativo, ponderando la insensatez de su compañero más joven y admirando la prudencia del anciano. El deseo de éste le pareció tan justo y tan sabio, que decidió abstenerse de hacer cualquier petición al espíritu.
Ambos peregrinos iniciaron el descenso, y es poco lo que se sabe de su viaje, salvo que esta vez el camino, que antes habían encontrado agreste y lleno de peligros, les pareció un paseo lleno de maravillas, donde los paisajes se sucedían, siempre uno más hermoso que el anterior.
Al llegar a la ciudad, se encontraron con una gran fiesta. Toda la gente cantaba y bailaba por las calles. Dulces melodías sonaban por doquier y pétalos, perfumes e inciensos flotaban en el aire. El vino fluía sin cesar, y bocas que no habían conocido sino la miseria se deleitaban con exquisitos manjares.
Todos los apetitos eran satisfechos al instante. Si alguien tenía hambre, iba al mercado o a las tabernas y comía y bebía sin protesta alguna de los dueños. Si alguien deseaba ropas o alhajas las tomaba sin pedirlas, sin que nadie viera en ello robo alguno. Si alguien sentía el deseo de la carne, no tardaba en encontrar con quien saciarse, mancebos o damiselas, jóvenes o ancianos, uno o muchos. Los dos peregrinos se sumaron al frenesí, y no volvieron a encontrarse. Pasaron los días, quién sabe cuántos, pues toda noción del tiempo se había perdido.
Pero he aquí que un día el tercer peregrino, que aún conservaba en su memoria la luz del espíritu de la montaña, sintió algo removerse en su alma, una sensación que le era difícil explicarse, como si hubiera despertado de un largo sueño. Y se miró a sí mismo, y se dio cuenta de que estaba desnudo, y sucio como quien hubiera vivido largo tiempo en la calle. Caminó por la ciudad y vio que todas las fuentes se habían secado, los templos estaban abandonados y del rico mercado que fuera alguna vez orgullo de la ciudad, quedaban sólo ruinas. También en ruinas estaban muchas de las casas, pues los hogares de cocinas y forjas habían sido descuidados, y gran parte de la ciudad había sido consumida por las llamas.
El peregrino siguió caminando, y ya no escuchaba música, pues los cantos y melodías habían cesado. Ahora sólo había silencio, interrumpido de vez en cuando por el ruido de los cacharros que rompían los saqueadores buscando alimento. Las calles estaban desiertas, y nada se movía excepto los torbellinos de polvo y ceniza agitados por el viento.
El peregrino deambuló desorientado, hasta que escuchó un rumor de voces lejanas. Llegó a la plaza principal, y ahí reunidos estaban los habitantes de la ciudad, sucios y desnudos como él, riendo como dementes, poseídos aún por el frenesí inducido por la magia del espíritu de la montaña.
Y un gran horror se apoderó del peregrino, pues se dio cuenta de que lo que antes era una alegre fiesta había devenido en una orgía demoníaca, en la que había lodo, sangre y suciedad por doquier, y los hombres se habían convertido en bestias de ojos desorbitados y se devoraban los unos a los otros. Y aún mayor fue su horror al percibir que los que eran devorados, ni siquiera en su agonía, dejaban de reír.
Aterrado, el hombre corrió hasta las puertas de la ciudad y huyó hacia el campo. Durante mucho tiempo corrió, sin saber cuánto, pues el horror le había hecho perder una vez más la noción del tiempo, hasta que cayó rendido.
Despertó a la orilla de un río, y cuando contempló su reflejo en las aguas, lloró con profunda amargura al verse sucio, desnudo y raquítico, pues no podía recordar cuándo había comido por última vez. Y más profunda fue su amargura cuando se dio cuenta de que ni siquiera podía recordar su nombre.
Sin embargo, sintió un cierto consuelo al verse tan flaco y al notar que, a pesar de la suciedad que le cubría todo el cuerpo, no había manchas de sangre, por lo que dedujo que ni siquiera en el colmo de su delirio había probado la carne humana.
Y una vez más volvió a sentir que algo se agitaba en su alma, pues en el fondo de su memoria aún permanecía la luz del espíritu de la montaña. El hombre se bañó en el río, y cubrió su desnudez como mejor pudo con las hojas y ramas que encontró.
Una vez más emprendió el camino hacia la montaña, y poco se sabe de su viaje, salvo que fue aún más penoso que la primera vez. Sin embargo, llegó a la cima, y con sus últimas fuerzas invocó al espíritu: – Oh, gran espíritu, que eres tan antiguo como la montaña y hablas el lenguaje del viento, y que poco te importan las alegrías y angustias de los insignificantes hombres: apiádate de mí, que no soy nadie, que he perdido todo, hasta mi propio nombre, quedándome sólo la vergüenza y el pesar. Concédeme tu favor, y deshaz todo lo hecho. Deseo que todo vuelva a ser como era antes.
Y el espíritu concedió su deseo. Los hombres despertaron de su delirio y la ciudad fue reconstruida. El peregrino emprendió el regreso de la mano de su joven compañero, ahora revivido. Sin embargo, su mirada quedó para siempre fija en un punto lejano en el horizonte, y jamás volvió a pronunciar palabra.
Todos los hombres, que jamás conocieron la historia de su salvador, concluyeron que se había vuelto loco. Pero ignoraban que no fue uno, sino dos favores los que se habían concedido al peregrino, que ahora comprendía el lenguaje del viento, y que llevó por siempre en la mirada y en la memoria la luz del espíritu de la montaña.
Sin duda el texto mejor cuidado de todo el capítulo, mientras lo leía no pude evitar imaginarte narrándolo y en mi mente harías buen cuentacuentos.
Necesitas rolarme tu obra poética para echarle ojo.
También pensé mucho en Saramago, algo así se me figuró el relato, como un realismo mágico Bible Style.
Excelente.
Gracias, Yair. Me alegra que te haya gustado. Es un cuento que tenía dándome vueltas en la cabeza desde hace años y «la tercera es la vencida» fue un excelente pretexto para por fin escribirlo. De Saramago sólo conozco «Ensayo sobre la ceguera», y ahora que lo mencionas, me parece muy posible que haya alguna influencia inconsciente por ahí. El «Bible Style» lo tomé prestado de Gibrán Khalil Gibrán, a quien estoy leyendo en estos días. Un abrazo, y gracias de nuevo.
Excelente historia, bien dice Yair, con una narrativa muy bien cuidada. Pude imaginarme a la perfeccion lo que ocurria.
Gracias por tu comentario, Jorge. Es un gran halago para alguien que no suele escribir narrativa. ¡Saludos!
R.
A little raitonaltiy lifts the quality of the debate here. Thanks for contributing!
gwmY0k gociaytpvvfu
Pues… a mi me dejo una sensiacion rara como de algo inconcluso, quiza no entendi bien el final, al final cual es la conclusion? las cosas deben ser como son? no merecemos la felicidad porqu siempre lo arruinariamos?
Creo que va más por el lado de que no se puede hacer de la felicidad (ni de ninguna otra cosa) un absoluto, y de que es imposible, o al menos peligroso, querer quedar bien con todos. Pero en fin, no suelo defender mis textos, creo que en todo caso, si no se sostiene por sí mismo, no hay mucho que hacerle. Como sea, gracias por tu lectura y tu comentario. Saludos.
R.