Dos por dos

Juro por Dios que jamás lo vi venir, era un día cualquiera en el que todo me sale mal. Claro está que todos los días son así, todo me sale mal siempre, pero en cuanto las vi supe que la historia estaba por cambiar.

Como de costumbre, me desperté tarde y con el pito parado, no tenía ganas de ir a trabajar y mis ojitos de regalo hinchados por tanto dormir se negaban a abrirse, así que, a tientas salí de mi cama y me dirigí al patio de atrás para prender el bóiler. De verdad es increíble como, a pesar de llevar ya dos años viviendo en esta casa, seguía sin poder recordar que cada trece días, religiosamente se termina el cilindro de gas y hay que cambiarlo. Como podrán adivinarlo, hoy me bañé con agua fría a las cinco y media de la mañana. Media hora más tarde de lo usual.

Cada una de las estrías de mis brazos que son mi orgullo de ex físicoculturista se quejaban por los picotazos de las heladas gotas hechas chorros que no cesaban mientras me enjabonaba las piernas. Mis muslos aún duros, pero delgados, habían perdido el ancho volumen que solían tener apenas hace poco, antes de llegar a la Ciudad de México huyendo de la ignominia en la que había caído en el pueblo. ¡Malditos esteroides anabólicos y maldito pseudo doctor soplón! Me arrepiento, quizá hubiera tardado el doble o el triple de tiempo en ganar el concurso de Mister Pichucalco, pero me habría ahorrado la vergüenza de haber sido descubierto y echado a patadas de las competencias de físicoconstructivismo de por vida. Ahora tenía que conformarme con ser instructor en un gimnasio gratuito de medio pelo propiedad del gobierno de la ciudad.

Jhonny me llaman mis alumnos, bueno, me gusta decirles que son mis alumnos, aunque en realidad lo único que hago es limpiar con cloro y desinfectante los aparatos, las barras y las pesas, si acaso aconsejar a la gente en sus rutinas, pero la verdad es que nadie espera de mí nada.

No soy un hombre feo, soy maduro pero en mis buenos tiempos -y cuando tenía mi auto deportivo, y todo mi cabello- levantaba de dos a tres mujerzuelas por kilómetro. Claro, a ellas siempre les llama la atención un par de duros y fuertes bíceps, ni qué decir de las piernas y las nalgas. Pero ahora debía darme por satisfecho cuando Margarita, la puta más barata de La Casa de doña Eva, el burdel del barrio, accedía a salir conmigo después de haberle invitado un par de copas de coñac.

Lo más interesante que pasó en el día fue que llegó un nuevo alumno, gordo y sudoroso que me hizo trabajar el triple, primero ayudándolo a cargar los discos de peso que su rechoncha y bofa humanidad no aguantaban y después limpiando y secando cada que se bajaba de algún aparato. También me divertí un poco viéndole la tanga que se le transparentaba a una chica que hacía abdominales furiosamente, lo cual, con el paso de las repeticiones, provocó que sus licras se bajaran hasta mostrarme, que la diminuta ropa interior resultó estar rota y sucia y me dio mucho asco. Fue mi primer intento de ligue frustrado.

El último alumno se fue pasadas las tres de la tarde, me bañé y me fui al centro, quería comprarme ropa. El pesero no traía letreros y la chavita bonita que vendía los boletos me aseguró que sí llegaba hasta Corregidora; no tardé ni cinco cuadras en darme cuenta de que me había equivocado, o mejor dicho, la chavita me había timado. Furioso, me bajé golpeando la lámina de la unidad, el chofer me dirigió una mirada asesina y la chavita bonita namás se reía de mí. Fue mi segundo intento frustrado de ligue. Hacía calor y no quise caminar, entonces me metí al metro.

Ahí, me topé a las güeras más güeras que jamás había visto en la ruta Buenavista – Ciudad Azteca. Llevaban mochilas de viajero así que supuse que no eran mexicanas; tenían a todo el vagón mirándolas. Una era delgadita, chaparrita y de facciones muy finas, y la otra era más alta, aunque no tanto como yo, un poco llenita y bonita, aunque cachetona. Yo quería verlas más de cerca, así que despacio me fui abriendo camino hasta llegar a dos metros de ellas. Desde ahí, se miraban muy jóvenes, no más de veinticinco años, casi demasiado fácil para el viejo lobo que había sido.

Comencé mi estrategia, moviéndome a la par que ellas, logrando empatía, si una se acariciaba el cabello, yo hacía lo mismo, si la otra veía la hora, yo levantaba el brazo y me miraba la muñeca, aunque no usara reloj. Ni dos estaciones pasaron cuando por fin me notaron, divertidas comenzaron a juguetear conmigo, a coquetearme. “¡A huevo!” Pensé, «la tercera es la vencida». Sabía que hoy iba a ser mi día. A la siguiente parada, pude acercarme hasta llegar junto a ellas. Con mis manazas las tomé de la cintura y así, salimos sin decir una palabra. Como Pancho Villa, me regodeaba en mi egolatría mientras nos cambiábamos de andén, obviamente iríamos a mi casa.

Cual gentil caballero, me ofrecí a llevar sus maletas, para mí no era problema, aunque disminuido, mi cuerpo aún era lo suficientemente fuerte para hacerlo. Ellas me miraban enternecidas con mi gesto. No hablaban inglés ni español, pero ya sabíamos a lo que íbamos, no había necesidad de hablar.

Al llegar a casa, de inmediato corrí a la habitación, tomándolas a cada una con una mano. La primera en lanzarse a la cama fue la gordita, vestía un pantalón pescador que salió volando junto con sus chones antes de que yo pudiera darme cuenta, sus piernas se abrían ante mi revelándome un hinchado y rubio pubis. Con señas le indiqué que se quitara toda la ropa mientras su amiga, de pie en la puerta y en actitud desafiante me pedía lo mismo a mí. Yo, con un movimiento de cabeza le pedí que se uniera, ella era la que más me gustaba, tenía una falda amplia que le llegaba a las rodillas y un top militar que apenas y cubría sus pequeñas, pequeñísimas tetas. Me gustaba por un extraño y bizarro fetiche incumplido de mi vida, jamás me había cogido a una flaquita chaparrita y me imaginaba que sería muy fácil moverla.

La gordita me ayudó a desnudarme por completo, afortunadamente estaba casi recién bañado así que por eso no me preocupé. Me acosté sobre ella y le metí el pito que ya estaba a reventar, me ponía las manos en la cara impidiéndome ver, pero no importaba, estaba gozando de lo lindo. Después de dos o tres embestidas, sentí que la flaquita se acomodaba detrás mío, sentía sus rodillas huesudas en mis corvas y de pronto, con una fuerza que me sorprendió, me tomó por la cintura y me levantó, quedé en cuatro puntos con mis manos sobre las tetotas de la gordita, cuyas manos en mi cabeza no me dejaban voltear hacia atrás, un frío extraño me recorrió el espinazo, la flaquita me clavó las uñas en las nalgas, escuché el inconfundible sonido de un fuerte escupitajo y sentí humedad en el culo, como pude, despacio volteé hacia abajo y conté cuatro en lugar de dos, dos en lugar de uno.

-¡Verga!- Pensé.

-¡Aaaaaaaaaaaaargh!

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Luisz

Autor: Luisz

No soy un sapo ...

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