Era la tercera ocasión que nos encontrábamos sobre aquel camión. Yo andaba distraído y subí con el dinero que escurría de mis dedos. Entre el portafolio, la mano ocupada con las monedas y el avance brusco, observé que no quedaban lugares salvo el contiguo al chofer y lo tomé; luego revisé a derecha que la ruta fuera la correcta ante el miedo de errar y desperdiciar dinero exacto que tenía para llegar a los juzgados.
Aun si hubiera sabido que nos encontraríamos, tenía que tomar esa ruta y a esa hora. Había desahogo de pruebas y el testigo fue ofrecido por parte nuestra. Del despacho crecía la confianza ante mi trabajo y no podía llegar tarde a la probanza, se trataba de un proceso difícil. Si todo salía bien, al final de semana arreglaría la escasez de ruido en mis bolsillos. Mientras repasaba mi primerizo interrogatorio respecto a las preguntas que serían admitidas, su voz, áspera, me vino al saludo y al recuerdo:
– ¿Qué tal te va la vida?
Contesté sin interés un “bien”, el eco de la pregunta me llevó a revisar el interior del parabrisas, el cristal del fondo a la izquierda, al marrano que recibe las monedas, y al de la voz: el chofer. Así fue como me di cuenta de que esa era la tercera ocasión que nos encontrábamos en ese camión.
Primera parada, bajaron más de los que subieron. Un vistazo a la muñeca me hizo saber que estaba bien de tiempo. En el parabrisas leí la palabra “MIEDO”, igual al final en la ventana izquierda. Evité pensar en esa suerte que asigna las rutas en horarios y días; me centré en el interrogatorio, pensé que el saludo era igual de aleatorio para quienes ocuparan el lugar en que me encontraba. Al final de la siguiente parada, bajaron más pasajeros. El chofer inició una conversación.
–¿Y ese cambio a qué se debe?
–¿Es a mí? – Traté de hacerme el desentendido.
–Claro – más rudo en el trato – te recuerdo vestido como un vago.
–No vestía… como vago – un poco tímido en mi respuesta.
–Ah cierto, era como artista, aún tenemos los recuerditos que nos dejaste – y señalaba al parabrisas que, tallado en el interior, mostraba la palabra: miedo.
–Mire, yo era muy chico, y, usted sabe, todos cometemos errores – le dije esperando que la cosa así quedara.
–Sí, claro. – Estalló una atragantada carcajada con el coro de la risa burlona del marrano que le hacía compañía.
Eché una vista a la parte de atrás: también había tallado “miedo”. Recordé que esa había sido la primera ocasión en que nos habíamos visto; más que visto, encontrado. Comencé a guardar las hojas con mis preguntas al testigo que ofrecimos en el despacho, al testigo que tenía planeado arrinconar, al testigo que le haría caer en una trampa para decir la verdad. También guardé los consejos que mi padre me había anotado; él es el abogado con más acciones en el despacho y había insistido en que si hacía lo correcto en la diligencia testimonial, las oportunidades con los socios se abrirían para mi beneficio. Luego, dentro del camión, una parada sin descensos.
–¿Y ahora a qué te dedicas? – Preguntó el camionero.
–Pues estudio derecho. Soy… abogado – puse de inmediato las palabras mágicas que había aprendido en la carrera.
–Mira qué cosas, que vueltas da la vida – levantó una ceja mostrándome su incredulidad – ahora buscas título para hacer tus chingaderas.
–Mire, señor–. Ya se ponía tenso el ambiente, el marrano guardaba en una bolsa los billetes y monedas–. Yo sé que a usted le afectó mi pasado modo de vida, pero le pido disculpas, de verdad, disculpas por lo que le hice.
–Nos hiciste– dijo el gordo asqueroso.
–Charros – pensé en voz alta – lo siento, mejor aquí me bajo.
–No ¿Por qué? – Me dijo el chofer – si aquí no ha pasado nada, lo pasado pasado como diría José José.
–Cierto – reí sudando sin dejar de ver el cristal rayado – y discúlpenme.
–¿Y para dónde vas? No me digas que para los tribunales.
–Sí, para allá – sonriendo, tratando de calmarme.
–Esa es nuestra última parada – la voz del marrano.
Hubo que detenerse de nuevo ante alguien más que bajaba. Se interrumpió la “plática”. Volteé a ver la ventana con la palabra miedo, la del primer encuentro. Recordé, que como era habitual cuando tomaba un camión, para rayarlo, me sentaba al lado de esa ventana, luego esperaba a que se descuidaran y de mi mochila sacaba una piedra para afilar cuchillos, tallaba y tallaba, lo más alto y grande posible. En la ocasión que le tocó a éste camión fui sorprendido por el asqueroso que cobra el pasaje, ya había terminado de rayarles “miedo”, el chofer cerró la puerta trasera mientras gritaba no recuerdo qué insultos. El gordo venía hacia mí. De la mochila saqué una lata de aerosol y un encendedor. Con un dedo apreté la válvula y en la otra mano giré la diminuta piedra y el fuego le dio un lengüetazo en su grasosa panza y en uno de sus brazos; gritó, más bien bramó de dolor; luego pateé la puerta que se abrió y corrí. Al día siguiente la noticia salió en el Sucesos y con mis amigos reí todo lo que pude por ese acontecimiento de la “sociedad”. Ahora, volteo a observar al que cobra y le alcanzo a ver en el brazo unas burbujas tronadas de piel, ya no me parece algo de festejo.
–Y no pisaste el reformatorio – volvió el chofer conmigo.
–Pues no, fui a terapia con el psicólogo, esa fue la sentencia del Consejo para menores
–La suerte de los riquillos – el puerco metiche, al chofer – ¿O no? – Ahora a mí.
–Pues discúlpenme, les juro que lo siento.
–Oh, pero ya cambiaste, y te dije que no hay fijón, que lo pasado…
Faltando poco para llegar a los juzgados éramos pocos los pasajeros. Tan pocos probablemente como cuando subí a éste camión por segunda ocasión. Esa vez ni siquiera pagué el pasaje pues nada más subí a rayar. Después de la parada para que lo abordara le saqué al chofer y al marrano una pistola y amagué a todos moviéndola de izquierda a derecha y viceversa; en la otra mano traía mi piedra y fue como rayé el parabrisas. La verdad es que, en esa ocasión, ni me acordaba que eran ellos; bajé después de terminar mi gandallez. En el fondo recuerdo gritos y aves marías; dejé que el camión se fuera y, el gordo me aventó una botella que casi me pega, fue por lo que disparé a la llanta y fue por lo que me cachó la patrulla que venía a contraflujo y es por lo que ya no hay más razón para explicar qué sucedió.
–Y un junior como tú ¿porqué anda en camión? – Me dijo el chofer, socarrón.
–Pues, mi papá, después de lo que les hice, a ustedes, ha querido que empiece, desde abajo, y así aprecie lo que hago – traté de pausar lo que decía, que percibieran que no era mi intención ser su cuate, ni platicarles toda mi vida, por mi que se chingaran de nuevo, sabía que no se pondrían pendejos y menos con un hijo de abogado.
–Pues qué bueno. Y hoy ni quién pensara encontrarte tan trajeado, además ni nos tocaba esta ruta – bla bla bla el chofer
Revisé de nuevo el reloj y faltaba poco, aun así estaba dentro del tiempo que dan en juzgados para presentarse. Otra bajada, éramos menos en el camión y ya comenzaban a desesperarme los parlanchines que no se apuraban, pregunté:
–¿Faltará mucho?
–Que te apures que al hijo de papi se le hace tarde para llegar a su juicio – el marrano, más socarrón que su “jefe”.
–Ya casi llegamos patrón, no se me desespere – el chofer.
Otra bajada y me quedé solo con el conductor y su puerquísimo compañero; una cuadra a el tribunal y a lo lejos vi caminando al testigo que entraba a las instalaciones de juzgados. El marrano se paró, caminó a la puerta de atrás del camión. El chofer quitaba la radio y ponía un disco compacto. Después de avanzar el camión se paró a pocos metros del tribunal. Las puertas cerraron mi salida. Yo me paré, el chofer se paró.
–¿Y a qué venías a juzgados? – preguntó uno de ellos, pero ya no recuerdo quien.
–Vengo – enfaticé, tratando de jalar aire – vengo por unos pendejos que golpearon a alguien a la mala; igual y les echan 10 años.
Se cagaron de la risa como yo cuando leí que el marrano había ido al hospital por la quemada que le había acomodado. Ninguna patrulla a contraflujo. Aferré bien el portafolio. El gordo se aproximaba y quedaban los dos más cerca de mí. En el estéreo se escuchaba a José José. Con las fuerzas que pude azoté el portafolio a la izquierda, no alcancé a romper esa ventana, que no rayé. Lo último que recuerdo de ese encuentro fueron las preguntas y consejos que caían, una ley que terminó en el suelo y, en algún lugar, tallada la palabra “MIEDO”.
No sé qué tenga que ver con «Más vale tarde que nunca», pero en general, me gustó bastante el texto.
Bien hecho.
Está bueno la verdad, saludos!