Rosa caminaba por la oscuridad del callejón número veintisiete del pueblo cuando sintió el irrefrenable deseo de volver a su oficina. No tenía nada que ver con la adrenalina que la inundaba siempre que pasaba por ese lugar, sitio conocido de malvivientes, drogadictos y pandilleros; le gustaba incluso, por eso sonreía mientras caminaba con ese aire de autosuficiencia que sólo te da el saberte una profesionista que puede hacer lo que le plazca. Se detuvo.
Una voz que no era la de Alaska no dejaba de llamarla por su nombre: Rosa, Rosa. Pensó en su madre y la culpó por todas las burlas y albures que desde el kinder le habían hecho por su nombre, se acordó de Simoncito, su compañero de banco que le jalaba las trenzas y le pellizcaba las piernas. Por primera vez sintió miedo de caminar de noche por el callejón número veintisiete, quiso esconder el ipod pues no quería que se lo robaran. De pronto, las luces de los faroles de la calle se encendieron de un solo golpe cegándola momentáneamente.
Cuando abrió los ojos, de pie frente a ella, un hombre Continuar leyendo «Fue chiste, parezca lo que parezca.»