SOMBRA azul en los párpados, y delineador negro al rededor de los ojos, solía aplicarse Isabel al maquillarse cada día.
Sin embargo, no necesitaba nada de eso. Ella era realmente hermosa: las proporciones de su cuerpo parecían figurarse a las de un maniquí en aparador de una boutique cara, sus ojos esmeralda hechizaban con sólo verlos, y la finura de sus facciones parecían haber sido esculpidas por un artista en un trabajo artístico de ésos que tardan días enteros en lograrse. Isabel tenía además el fino porte que la mismísima Nefertiti, y el mismo carisma innato que poseía Diana de Gales.
No obstante, ello no le bastaba. Poco parecía importarle poseer aquellas virtudes por las cuales una millonada de mujeres pagan al adquirir y que en posesión de alguien más, otro uso podrían tener.
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